Ца́рствъ 2-я, Главы 1-24

—¿De dónde vienes?

—Me he escapado del campamento de Israel —le respondió él.

—El pueblo huyó de la batalla; han caído muchos del pueblo y murieron. También Saúl y su hijo Jonatán murieron —respondió él.

—¿Cómo sabes que han muerto Saúl y su hijo Jonatán?

—Casualmente fui al monte Gilboa, y hallé a Saúl que se apoyaba sobre su lanza; tras él venían carros y gente de a caballo.

—¿De dónde eres tú?

—Soy hijo de un extranjero, amalecita —respondió él.

—Ve y mátalo.

Él lo hirió, y murió,

—Tu sangre sea sobre tu cabeza, pues tu misma boca atestiguó contra ti, al decir: “Yo maté al ungido de Jehová.”

—¿Subiré a alguna de las ciudades de Judá?

Jehová le respondió:

—Sube.

David volvió a preguntar:

—¿A dónde subiré?

—A Hebrón —le respondió él.

Cuando avisaron a David que los de Jabes de Galaad habían sepultado a Saúl,

—Levántense ahora los jóvenes y maniobren delante de nosotros.

Joab respondió:

—Que se levanten.

—¿No eres tú Asael?

—Sí —respondió él.

—Apártate a la derecha o a la izquierda, echa mano de alguno de los hombres y toma para ti sus despojos.

Pero Asael no quiso dejar de perseguirlo.

—Deja de perseguirme; ¿por qué he de herirte hasta derribarte? ¿Cómo podría levantar entonces mi rostro delante de tu hermano Joab?

—¿Nos devorará la espada perpetuamente? ¿No sabes tú que al cabo todo será amargura? ¿Hasta cuándo esperarás para decir al pueblo que deje de perseguir a sus hermanos?

—¡Vive Dios!, que de no haber hablado tú, el pueblo habría dejado de perseguir a sus hermanos sólo en la mañana.

—¿Por qué te has llegado a la concubina de mi padre?

—¿Acaso soy un perro al servicio de Judá? Hasta hoy he tenido misericordia con la casa de Saúl, tu padre, con sus hermanos y con sus amigos, y no te he entregado en manos de David; ¿y ahora tú me acusas de haber pecado con esta mujer?

—Bien; haré pacto contigo, pero una cosa te pido: No te presentes ante mí sin que primero traigas a Mical, la hija de Saúl, cuando vengas a verme.

—Me levantaré e iré a reunir a todo Israel junto a mi señor, el rey; harán un pacto contigo, y reinarás como lo desea tu corazón.

Luego David despidió a Abner, que se fue en paz.

«¿Qué has hecho? Abner vino ante ti; ¿por qué, pues, dejaste que se fuera?

«¿Había de morir Abner como muere un villano?

—Aquí tienes la cabeza de Is-boset hijo de Saúl, tu enemigo, que procuraba matarte. Jehová ha vengado hoy a mi señor, el rey, de Saúl y de su linaje.

—¡Vive Jehová!, que ha redimido mi alma de toda angustia.

—¿Iré contra los filisteos? ¿Los entregarás en mis manos?

Respondió Jehová a David:

—Ve, porque ciertamente entregaré a los filisteos en tus manos.

—No subas, sino rodéalos y atácalos frente a las balsameras.

—¡Cuán honrado ha quedado hoy el rey de Israel, descubriéndose hoy delante de las criadas de sus siervos, como se descubre sin decoro un cualquiera!

—Fue delante de Jehová, quien me eligió en preferencia a tu padre y a toda tu casa, para constituirme como príncipe sobre el pueblo de Jehová, sobre Israel. Por tanto, danzaré delante de Jehová.

—Mira ahora, yo habito en casa de cedro, mientras que el Arca de Dios está entre cortinas.

—Anda, y haz todo lo que está en tu corazón, porque Jehová está contigo.

—¿Eres tú Siba?

—Sí, para servirte —respondió él.

—¿No ha quedado nadie de la casa de Saúl, para que yo lo favorezca con la misericordia de Dios?

Respondió Siba al rey:

—Aún queda un hijo de Jonatán, lisiado de los pies.

Siba respondió al rey:

—Está en casa de Maquir hijo de Amiel, en Lo-debar.

—Mefi-boset.

—Aquí tienes a tu siervo —respondió él.

—No tengas temor, porque a la verdad yo tendré misericordia contigo por amor de Jonatán tu padre. Te devolveré todas las tierras de tu padre Saúl, y tú comerás siempre a mi mesa.

—¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?

—Todo lo que fue de Saúl y de toda su casa, yo lo he dado al hijo de tu señor.

Siba, que tenía quince hijos y veinte siervos,

—Conforme a todo lo que ha mandado mi señor, el rey, a su siervo, así lo hará tu siervo.

—Mefi-boset —dijo el rey— comerá a mi mesa, como uno de los hijos del rey.

Cuando Urías salió de la casa del rey, le enviaron un presente de la mesa real.

—¿Acaso no vienes de viaje? ¿Por qué, pues, no descendiste a tu casa?

—El Arca, Israel y Judá habitan bajo tiendas; mi señor Joab y los siervos de mi señor, en el campo; ¿cómo iba yo a entrar en mi casa para comer y beber, y dormir con mi mujer? ¡Por vida tuya y por vida de tu alma, nunca haré tal cosa!

—Quédate aquí hoy también, y mañana te despediré.

Se quedó Urías aquel día y el siguiente en Jerusalén.

—Pudieron más que nosotros los hombres que salieron al campo en contra nuestra, bien que les hicimos retroceder hasta la entrada de la puerta;

—Así dirás a Joab: “No tengas pesar por esto, porque la espada consume, ora a uno, ora a otro; refuerza tu ataque contra la ciudad, hasta que la rindas.” Y tú aliéntale.

—Había dos hombres en una ciudad, uno rico y el otro pobre.

—¡Vive Jehová, que es digno de muerte el que tal hizo!

—Tú eres ese hombre. Así ha dicho Jehová, Dios de Israel: “Yo te ungí como rey de Israel y te libré de manos de Saúl,

—Pequé contra Jehová.

Natán dijo a David:

—También Jehová ha perdonado tu pecado; no morirás.

Jehová hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y enfermó gravemente.

—¿Ha muerto el niño?

—Ha muerto —respondieron ellos.

—¿Qué es lo que haces? Cuando el niño aún vivía ayunabas y llorabas; cuando murió, te levantaste y comiste pan.

—Mientras el niño aún vivía, yo ayunaba y lloraba, diciéndome: “¿Quién sabe si Dios tenga compasión de mí y viva el niño?”

—Hijo del rey, ¿por qué de día en día vas enflaqueciendo así? ¿No me lo revelarás a mí?

Amnón le respondió:

—Amo a Tamar, la hermana de mi hermano Absalón.

—Acuéstate en tu cama y finge que estás enfermo; cuando tu padre venga a visitarte, dile: “Te ruego que Tamar, mi hermana, venga a darme de comer; que prepare alguna vianda en mi presencia para que yo la vea y ella misma me la sirva.”

—Te ruego que venga mi hermana Tamar a preparar delante de mí dos hojuelas, y me las sirva con sus propias manos.

—Ve ahora a casa de Amnón, tu hermano, y hazle de comer.

«Trae la comida a la alcoba y dame de comer con tus manos.»

Tamar tomó las hojuelas que había preparado y las llevó a su hermano Amnón a la alcoba.

—Ven, hermana mía, acuéstate conmigo.

—No, hermano mío, no me fuerces, pues no se debe hacer así en Israel. No cometas tal infamia.

—Levántate y vete.

—No hay razón; mayor mal es éste de arrojarme, que el que me has hecho.

Pero él no la quiso oír,

—Échame a ésta fuera de aquí, y cierra tras ella la puerta.

—¿Ha estado contigo tu hermano Amnón? Pues calla ahora, hermana mía; es tu hermano. Que no se angustie tu corazón por esto.

Tamar se quedó desconsolada en casa de su hermano Absalón.

—Tu siervo tiene ahora esquiladores; ruego que vengan el rey y sus siervos con tu siervo.

—No, hijo mío, no vamos todos, para que no te seamos gravosos.

Aunque porfió con él, el rey no quiso ir, pero lo bendijo.

—Pues si no, te ruego que venga con nosotros Amnón, mi hermano.

—¿Para qué ha de ir contigo? —le respondió el rey.

—No diga mi señor que han dado muerte a todos los jóvenes hijos del rey, pues sólo Amnón ha muerto; porque por mandato de Absalón había sido esto determinado desde el día en que Amnón forzó a su hermana Tamar.

Entre tanto, alzando sus ojos el joven que estaba de atalaya, miró y vio a mucha gente que venía por el camino que estaba a sus espaldas, del lado del monte.

—Son los hijos del rey, que vienen; tal como tu siervo había dicho.

—¡Socórreme, oh rey!

Ella respondió:

—Yo a la verdad soy una mujer viuda; mi marido ha muerto.

—Vete a tu casa, y yo daré órdenes con respecto a ti.

—¡Rey y señor mío, que caiga la culpa sobre mí y sobre la casa de mi padre!, pero que el rey y su trono queden sin culpa.

—Al que hable contra ti, tráelo ante mí, y no te tocará más.

—Te ruego, oh rey, que te acuerdes de Jehová, tu Dios, para que el vengador de la sangre no aumente el daño y no destruya a mi hijo.

Él respondió:

—¡Vive Jehová, que no caerá en tierra ni un cabello de la cabeza de tu hijo!

—Te ruego que permitas a tu sierva decir algo a mi señor, el rey.

—Habla —respondió el rey.

—¿Por qué, pues, has pensado tú cosa semejante contra el pueblo de Dios? Porque diciendo el rey estas cosas se confiesa culpable él mismo, por cuanto el rey no deja volver a su desterrado.

—Te ruego que no me ocultes nada de lo que yo te pregunte.

—Hable mi señor, el rey —dijo la mujer.

—¿No está metida la mano de Joab en todas estas cosas?

La mujer respondió:

—¡Vive tu alma, rey señor mío, que no se aparta ni a derecha ni a izquierda todo lo que mi señor el rey ha hablado!; porque fue tu siervo Joab quien me mandó, y él puso en boca de tu sierva todas estas palabras.

—Mira, he decidido esto: vete y haz volver al joven Absalón.

—Hoy ha entendido tu siervo: he hallado gracia a tus ojos, rey y señor mío, pues el rey ha hecho lo que su siervo ha dicho.

—Mirad, el campo de Joab está junto al mío, y tiene allí cebada; id y prendedle fuego.

Y los siervos de Absalón prendieron fuego al campo.

—¿Por qué han prendido fuego tus siervos a mi campo?

—Te he mandado a decir que vinieras acá, con el fin de enviarte al rey para decirle: “¿Para qué vine de Gesur? Mejor me fuera estar aún allá. Ahora deseo ver el rostro del rey; si hay pecado en mí, máteme.”

—Te ruego que me permitas ir a Hebrón a pagar el voto que he prometido a Jehová.

Se levantó y fue a Hebrón.

—Levantaos y huyamos, porque no podremos escapar ante Absalón; daos prisa a partir, no sea que apresurándose él nos alcance, nos cause una desgracia y hiera la ciudad a filo de espada.

—Tus siervos están listos para todo lo que nuestro señor y rey decida.

—¿Para qué vienes tú también con nosotros? Vuelve y quédate con el rey, pues eres extranjero y estás desterrado también de tu lugar.

—¡Vive Dios, y vive mi señor, el rey, que para muerte o para vida, donde esté mi señor, el rey, allí estará también tu siervo!

—Ven, pues, y pasa.

Itai, el geteo, pasó con todos sus hombres y toda su familia.

—Haz volver el Arca de Dios a la ciudad. Si hallo gracia ante los ojos de Jehová, él hará que vuelva y vea el Arca y su Tabernáculo.

—¿No eres tú el vidente? Vuelve en paz a la ciudad y vuelvan con vosotros vuestros dos hijos: Ahimaas, tu hijo, y Jonatán hijo de Abiatar.

—Si vienes conmigo, me serás una carga.

—¿Para qué es esto?

Y Siba respondió:

—Los asnos son para que monte la familia del rey, los panes y las pasas para que coman los criados, y el vino para que beban los que se cansen en el desierto.

Siba respondió:

—Se ha quedado en Jerusalén, porque ha dicho: “Hoy me devolverá la casa de Israel el reino de mi padre.”

Inclinándose respondió Siba:

—Rey y señor mío, halle yo gracia delante de ti.

—¿Por qué maldice este perro muerto a mi señor, el rey? Te ruego que me dejes pasar, y le cortaré la cabeza.

—¿Qué tengo yo que ver con vosotros, hijos de Sarvia? Si él así maldice, es porque Jehová le ha dicho que maldiga a David. ¿Quién, pues, le dirá por qué lo hace?”

—Mirad, mi hijo, salido de mis entrañas, acecha mi vida; ¿cuánto más ahora un hijo de Benjamín? Dejadlo que maldiga, pues Jehová se lo ha mandado.

—¡Viva el rey, viva el rey!

—¿Es éste tu agradecimiento para con tu amigo? ¿Por qué no fuiste con tu amigo?

—No, yo estaré y me quedaré con aquel que haya elegido Jehová y también este pueblo y todos los hombres de Israel.

—Dad vuestro consejo sobre lo que debemos hacer.

—Llégate a las concubinas de tu padre, que él dejó para guardar la casa. Todo el pueblo de Israel oirá que te has hecho aborrecible a tu padre, y así se fortalecerán las manos de todos los que están contigo.

—Yo escogeré ahora doce mil hombres, me levantaré y seguiré a David esta noche.

—Llamad también ahora a Husai, el arquita, para que también oigamos lo que él haya de decir.

—Así ha dicho Ahitofel: ¿seguiremos su consejo, o no? Di tú.

—Esta vez, el consejo que ha dado Ahitofel no es bueno.

—Tú sabes que tu padre y los suyos son hombres valientes, y que están con amargura de ánimo, como la osa en el campo cuando le han quitado sus cachorros. Además, tu padre es hombre de guerra y no pasará la noche con el pueblo.

—¿Dónde están Ahimaas y Jonatán?

—Ya han pasado el vado de las aguas —respondió la mujer.

Como ellos los buscaron y no los hallaron, volvieron a Jerusalén.

—Yo también saldré con vosotros.

—No saldrás; porque si nosotros huimos, no harán caso de nosotros; y aunque la mitad de nosotros muera, no harán caso de nosotros; pero tú ahora vales tanto como diez mil de nosotros. Será mejor que tú nos brindes ayuda desde la ciudad.

Se puso, pues, el rey a la entrada de la puerta, mientras salía todo el pueblo de ciento en ciento y de mil en mil.

La batalla se libró en el bosque de Efraín.

—He visto a Absalón colgado de una encina.

—Y si lo viste, ¿por qué no lo mataste enseguida, derribándolo en tierra? Me hubiera placido darte diez siclos de plata y un cinturón.

—Aunque me pesaras mil siclos de plata, no extendería yo mi mano contra el hijo del rey; porque nosotros oímos cuando el rey os ordenó a ti, a Abisai y a Itai: “Mirad que ninguno toque al joven Absalón.”

Y tomando tres dardos en su mano, los clavó en el corazón de Absalón, quien estaba aún vivo en medio de la encina.

—¿Correré ahora y daré al rey la noticia de que Jehová ha librado su causa de manos de sus enemigos?

—Hoy no llevarás la noticia; la llevarás otro día. Hoy no darás la noticia, porque el hijo del rey ha muerto.

El etíope hizo una reverencia ante Joab y salió corriendo.

—De todos modos, yo correré ahora tras el etíope.

Joab le dijo:

—Hijo mío, ¿para qué has de correr tú, si no recibirás recompensa por la noticia?

—Pues corre —le dijo él.

Corrió, pues, Ahimaas por el camino de la llanura y se adelantó al etíope.

—Si viene solo, buenas noticias trae.

Mientras el hombre venía acercándose,

—También éste es un mensajero —dijo el rey.

—Me parece que el primero corre como Ahimaas hijo de Sadoc.

—Ése es hombre de bien y viene con buenas noticias —dijo entonces el rey.

—Paz.

Y postrándose en tierra delante del rey, le dijo:

—Bendito sea Jehová, tu Dios, que ha entregado a los hombres que habían levantado sus manos contra mi señor, el rey.

Ahimaas respondió:

—Vi yo un gran alboroto cuando me envió Joab, el siervo del rey, pero no sé qué era.

Él pasó y se quedó de pie.

—Traigo buenas noticias para mi señor, el rey: hoy Jehová ha librado tu causa de manos de todos los que se habían levantado contra ti.

—¿El joven Absalón está bien?

El etíope respondió:

—Que a los enemigos de mi señor les vaya como a aquel joven, y a todos los que se levanten contra ti para mal.

Mientras, los de Israel habían huido cada uno a su tienda.

—¡No me culpe mi señor por mi falta! ¡No recuerdes los males que tu siervo hizo el día en que mi señor, el rey, salió de Jerusalén, ni los guarde el rey en su corazón!

—¿No ha de morir por esto Simei, que maldijo al ungido de Jehová?

—¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia, para que hoy me seáis adversarios? ¿Acaso ha de morir hoy alguien en Israel? ¿Acaso no sé que hoy vuelvo a ser rey de Israel?

—No morirás.

Y el rey se lo juró.

—Mefi-boset, ¿por qué no viniste conmigo?

—Rey y señor mío, mi siervo me engañó; tu siervo le había dicho: “Ensíllame un asno, montaré en él y me iré con el rey”, porque tu siervo es cojo.

—¿Para qué más palabras? Yo he determinado que tú y Siba os dividáis las tierras.

—Deja que él las tome todas, puesto que mi señor el rey ha vuelto en paz a su casa.

—Sigue conmigo y yo me encargaré de tu sustento en Jerusalén.

—¿Cuántos años más habré de vivir para que yo suba con el rey a Jerusalén?

—Pues siga conmigo Quimam, y yo haré con él como bien te parezca; todo lo que tú me pidas, yo lo haré.

—¿Por qué los hombres de Judá, nuestros hermanos, se han adueñado de ti, y han hecho pasar el Jordán al rey, a su familia y a todos los siervos de David con él?

—Porque el rey es nuestro pariente. Pero ¿por qué os enojáis vosotros de eso? ¿Hemos nosotros comido a expensas del rey? ¿Hemos recibido de él algún regalo?

—Nosotros tenemos sobre el rey, y sobre el mismo David, diez veces más derechos que vosotros. ¿Por qué, pues, nos habéis menospreciado? ¿Acaso no fuimos nosotros los primeros que propusimos hacer volver a nuestro rey?

Sin embargo, las palabras de los hombres de Judá fueron más violentas que las de los hombres de Israel.

«No tenemos parte con David,
ni heredad con el hijo de Isaí.
¡Cada uno a su tienda, Israel!»

—Convócame a los hombres de Judá para dentro de tres días, y preséntate tú también.

—Seba hijo de Bicri nos hará ahora más daño que Absalón; toma tú, pues, los siervos de tu señor y ve tras él, no sea que alcance las ciudades fortificadas y nos cause dificultad.

—¿Te va bien, hermano mío?

Tomó Joab con la diestra la barba de Amasa, como para besarlo.

—Quienquiera que ame a Joab y a David, ¡que siga a Joab!

—Oíd, oíd; os ruego que digáis a Joab que venga acá, para que yo hable con él.

—¿Eres tú Joab?

—Yo soy —respondió él.

—Oye las palabras de tu sierva —le dijo ella.

—Te escucho —respondió él.

—Antiguamente solían decir: “Quien pregunte, que pregunte a los de Abel.” Y así concluían cualquier asunto.

—Nunca, nunca me acontezca tal cosa, que yo destruya ni deshaga.

—Su cabeza te será arrojada por encima del muro —dijo la mujer a Joab.