От Иоа́нна, Главы 8-21

—Nuestro padre es Abraham.

Jesús les dijo:

—Si fuerais hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais.

Entonces le dijeron:

—¡Nosotros no hemos nacido de fornicación! ¡Un padre tenemos: Dios!

—Si vuestro padre fuera Dios, entonces me amaríais, porque yo de Dios he salido y he venido, pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió.

—¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano y que tienes demonio?

—Yo no tengo demonio, antes honro a mi Padre; y vosotros me deshonráis.

—Ahora nos convencemos de que tienes demonio. Abraham murió, y los profetas; y tú dices: “El que guarda mi palabra nunca sufrirá muerte.”

—Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios.

—Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?

—De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuera, yo soy.

—Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?

—No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él.

—Ve a lavarte en el estanque de Siloé —que significa «Enviado»—.

Entonces fue, se lavó y regresó viendo.

—¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?

—¿Cómo te fueron abiertos los ojos?

—Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo: “Ve al Siloé y lávate.” Fui, pues, me lavé y recibí la vista.

—¿Dónde está él?

Él dijo:

—No sé.

—Me puso lodo sobre los ojos, me lavé y veo.

—Ese hombre no procede de Dios, porque no guarda el sábado.

Otros decían:

—¿Cómo puede un hombre pecador hacer estas señales?

Y había división entre ellos.

—¿Qué dices tú del que te abrió los ojos?

Él contestó:

—Que es profeta.

—¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?

—Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego;

—¡Da gloria a Dios! Nosotros sabemos que ese hombre es pecador.

—Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo.

—¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?

—Ya os lo he dicho y no habéis escuchado, ¿por qué lo queréis oír otra vez? ¿Queréis también vosotros haceros sus discípulos?

—Tú eres su discípulo, pero nosotros, discípulos de Moisés somos.

—Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde ha salido, y a mí me abrió los ojos.

—Tú naciste del todo en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros?

Y lo expulsaron.

—¿Crees tú en el Hijo de Dios?

—¿Quién es, Señor, para que crea en él?

—Pues lo has visto; el que habla contigo, ése es.

—Creo, Señor —y lo adoró.

—Para juicio he venido yo a este mundo, para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados.

—¿Acaso también nosotros somos ciegos?

—Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero ahora, porque decís: “Vemos”, vuestro pecado permanece.

—De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas.

—Demonio tiene y está fuera de sí. ¿Por qué lo oís?

—Estas palabras no son de endemoniado. ¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?

—¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente.

—Os lo he dicho, y no creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí;

—Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?

—Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios.

—¿No está escrito en vuestra Ley: “Yo dije, dioses sois”?

—Juan, a la verdad, ninguna señal hizo; pero todo lo que Juan dijo de éste era verdad.

—Señor, el que amas está enfermo.

—Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.

—Vamos de nuevo a Judea.

—Rabí, hace poco los judíos intentaban apedrearte, ¿y otra vez vas allá?

—¿No tiene el día doce horas? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo;

—Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo.

—Señor, si duerme, sanará.

—Lázaro ha muerto,

—Vamos también nosotros, para que muramos con él.

—Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.

—Tu hermano resucitará.

—Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final.

—Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.

—Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.

—El Maestro está aquí, y te llama.

—Va al sepulcro, a llorar allí.

—Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.

—¿Dónde lo pusisteis?

Le dijeron:

—Señor, ven y ve.

—¡Mirad cuánto lo amaba!

—¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?

—Quitad la piedra.

Marta, la hermana del que había muerto, le dijo:

—Señor, hiede ya, porque lleva cuatro días.

—¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?

—Padre, gracias te doy por haberme oído.

—¡Lázaro, ven fuera!

—Desatadlo y dejadlo ir.

—¿Qué haremos?, pues este hombre hace muchas señales.

—Vosotros no sabéis nada,

—¿Qué os parece? ¿No vendrá a la fiesta?

—Déjala, para el día de mi sepultura ha guardado esto.

—¡Hosana! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!

—Ya veis que no conseguís nada. Mirad, el mundo se va tras él.

—Señor, queremos ver a Jesús.

—Ha llegado la hora para que el Hijo del hombre sea glorificado.

Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.»

—Un ángel le ha hablado.

—No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros.

—Nosotros hemos oído que, según la Ley, el Cristo permanece para siempre. ¿Cómo, pues, dices tú que es necesario que el Hijo del hombre sea levantado? ¿Quién es este Hijo del hombre?

—Aún por un poco de tiempo la luz está entre vosotros; andad entretanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas, porque el que anda en tinieblas no sabe a dónde va.

Habiendo dicho Jesús esto, se fue y se ocultó de ellos.

«Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio?
¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?»

—Señor, ¿tú me lavarás los pies?

—Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, pero lo entenderás después.

—No me lavarás los pies jamás.

Jesús le respondió:

—Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.

—Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza.

—El que está lavado no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos.

—¿Sabéis lo que os he hecho?

—De cierto, de cierto os digo que uno de vosotros me va a entregar.

—Señor, ¿quién es?

—A quien yo le dé el pan mojado, ése es.

Y, mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón.

—Lo que vas a hacer, hazlo pronto.

—Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él.

—Señor, ¿a dónde vas?

Jesús le respondió:

—A donde voy, no me puedes seguir ahora, pero me seguirás después.

—Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? ¡Mi vida daré por ti!

—¿Tu vida darás por mí? De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces.

—Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?

—Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.

—Señor, muéstranos el Padre y nos basta.

—¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: “Muéstranos el Padre”?

—Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros y no al mundo?

—El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada con él.

»¡Levantaos, vámonos de aquí!

»Esto no os lo dije al principio, porque yo estaba con vosotros.

—¿Qué es esto que nos dice: “Todavía un poco y no me veréis, y de nuevo un poco y me veréis”; y “porque yo voy al Padre”?

—¿Qué quiere decir con: “Todavía un poco”? No entendemos lo que dice.

—¿Preguntáis entre vosotros acerca de esto que dije: “Todavía un poco y no me veréis, y de nuevo un poco y me veréis”?

—Ahora hablas claramente y ninguna alegoría dices.

—¿Ahora creéis?

—Padre, la hora ha llegado: glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti,

—¿A quién buscáis?

—A Jesús nazareno.

Jesús les dijo:

—Yo soy.

Estaba también con ellos Judas, el que lo entregaba.

—¿A quién buscáis?

Y ellos dijeron:

—A Jesús nazareno.

—Os he dicho que yo soy. Si me buscáis a mí, dejad ir a estos.

—Mete tu espada en la vaina. La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?

—¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?

Dijo él:

—¡No lo soy!

—Yo públicamente he hablado al mundo. Siempre he enseñado en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en oculto.

—¿Así respondes al sumo sacerdote?

—Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; pero si bien, ¿por qué me golpeas?

—¿No eres tú de sus discípulos?

Él negó y dijo:

—¡No lo soy!

—¿No te vi yo en el huerto con él?

—¿Qué acusación traéis contra este hombre?

—Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado.

—Tomadlo vosotros y juzgadlo según vuestra ley.

Los judíos le dijeron:

—A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie.

—¿Eres tú el Rey de los judíos?

—¿Dices tú esto por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?

—¿Soy yo acaso judío? Tu nación y los principales sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?

—Mi Reino no es de este mundo; si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí.

—Luego, ¿eres tú rey?

Respondió Jesús:

—Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz.

—¿Qué es la verdad?

Y dicho esto, salió otra vez a donde estaban los judíos, y les dijo:

—Yo no hallo en él ningún delito.

—¡A éste no! ¡A Barrabás! —y Barrabás era ladrón—.

—¡Salve, Rey de los judíos! —y le daban bofetadas.

—Mirad, os lo traigo fuera para que entendáis que ningún delito hallo en él.

—¡Éste es el hombre!

—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

Pilato les dijo:

—Tomadlo vosotros y crucificadlo, porque yo no hallo delito en él.

—Nosotros tenemos una ley y, según nuestra ley, debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios.

—¿De dónde eres tú?

Pero Jesús no le respondió.

—¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte y autoridad para soltarte?

—Ninguna autoridad tendrías contra mí si no te fuera dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene.

—Si a éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone.

—¡Aquí tenéis a vuestro Rey!

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo!

Pilato les dijo:

—¿A vuestro Rey he de crucificar?

Respondieron los principales sacerdotes:

—¡No tenemos más rey que César!

—No escribas: “Rey de los judíos”, sino: “Éste dijo: Soy rey de los judíos.”

—Lo que he escrito, he escrito.

—No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será.

Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura, que dice:

«Repartieron entre sí mis vestidos,
y sobre mi ropa echaron suertes.»

—Mujer, he ahí tu hijo.

—He ahí tu madre.

Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.

—¡Tengo sed!

—¡Consumado es!

E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

—Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.

—Mujer, ¿por qué lloras?

Les dijo:

—Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.

—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?

Ella, pensando que era el jardinero, le dijo:

—Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo llevaré.

—¡María!

Volviéndose ella, le dijo:

—¡Raboni! —que significa: «Maestro».

—¡Suéltame!, porque aún no he subido a mi Padre; pero ve a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.”

—¡Paz a vosotros!

—¡Paz a vosotros! Como me envió el Padre, así también yo os envío.

—Recibid el Espíritu Santo.

—¡Hemos visto al Señor!

Él les dijo:

—Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré.

—¡Paz a vosotros!

—Pon aquí tu dedo y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.

—¡Señor mío y Dios mío!

—Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron.

—Voy a pescar.

Ellos le dijeron:

—Vamos nosotros también contigo.

Salieron, pues, y entraron en una barca; pero aquella noche no pescaron nada.

—Hijitos, ¿tenéis algo de comer?

Le respondieron:

—¡No!

—Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis.

Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces.

—¡Es el Señor!

Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se ciñó la ropa (porque se había despojado de ella) y se tiró al mar.

—Traed de los peces que acabáis de sacar.

—Venid, comed.

Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú, quién eres?», sabiendo que era el Señor.

—Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?

Le respondió:

—Sí, Señor; tú sabes que te quiero.

Él le dijo:

—Apacienta mis corderos.

—Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?

Pedro le respondió:

—Sí, Señor; tú sabes que te quiero.

Le dijo:

—Pastorea mis ovejas.

—Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres?

Pedro se entristeció de que le dijera por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió:

—Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.

Jesús le dijo:

—Apacienta mis ovejas.

—Sígueme.

—Señor, ¿y qué de éste?

—Si quiero que él quede hasta que yo vuelva, ¿qué a ti? Sígueme tú.