От Матѳе́а, Главы 8-27

—Señor, si quieres, puedes limpiarme.

—Quiero, sé limpio.

Y al instante su lepra desapareció.

—Mira, no lo digas a nadie, sino ve, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que ordenó Moisés, para testimonio a ellos.

—Señor, mi criado está postrado en casa, paralítico, gravemente atormentado.

—Yo iré y lo sanaré.

—Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra y mi criado sanará,

—De cierto os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe.

—Vete, y como creíste te sea hecho.

Y su criado quedó sano en aquella misma hora.

—Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.

—Señor, permíteme que vaya primero y entierre a mi padre.

—Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos.

—¡Señor, sálvanos, que perecemos!

—¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.

—¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar lo obedecen?

—¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?

—Si nos echas fuera, permítenos ir a aquel hato de cerdos.

—Id.

Ellos salieron y se fueron a aquel hato de cerdos, y entonces todo el hato de cerdos se lanzó al mar por un despeñadero, y perecieron en las aguas.

—Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados.

—¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?

—Sígueme.

Él se levantó y lo siguió.

—¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores?

—Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos.

—¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos muchas veces, y tus discípulos no ayunan?

—¿Acaso pueden los que están de bodas tener luto entre tanto que el esposo está con ellos? Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.

—Mi hija acaba de morir; pero ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá.

—Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado.

Y la mujer fue salva desde aquella hora.

—Apartaos, porque la niña no está muerta, sino que duerme.

Y se burlaban de él.

—¡Ten misericordia de nosotros, Hijo de David!

—¿Creéis que puedo hacer esto?

Ellos dijeron:

—Sí, Señor.

—Conforme a vuestra fe os sea hecho.

—Mirad que nadie lo sepa.

—Nunca se ha visto cosa semejante en Israel.

—Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios.

«Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis,

—¿Eres tú aquel que había de venir o esperaremos a otro?

—Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis.

«¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento?

»“Yo envío mi mensajero delante de ti,
el cual preparará tu camino delante de ti.”

—Tus discípulos hacen lo que no está permitido hacer en sábado.

—¿No habéis leído lo que hizo David cuando él y los que con él estaban sintieron hambre;

—¿Está permitido sanar en sábado?

—¿Qué hombre entre vosotros, si tiene una oveja y ésta se le cae en un hoyo, en sábado, no le echa mano y la saca?

—Extiende tu mano.

Él la extendió y le fue restaurada sana como la otra.

—Maestro, deseamos ver de ti una señal.

—La generación mala y adúltera demanda señal, pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás.

—Tu madre y tus hermanos están afuera y te quieren hablar.

—¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?

—Éstos son mi madre y mis hermanos,

«El sembrador salió a sembrar.

—¿Por qué les hablas por parábolas?

—Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no les es dado,

»“De oído oiréis, y no entenderéis;
y viendo veréis, y no percibiréis,

«Abriré en parábolas mi boca;
declararé cosas escondidas
desde la fundación del mundo.»

—Explícanos la parábola de la cizaña del campo.

—El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre.

—¿Habéis entendido todas estas cosas?

Ellos respondieron:

—Sí, Señor.

—Por eso todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas.

—¿De dónde saca éste esta sabiduría y estos milagros?

—No hay profeta sin honra, sino en su propia tierra y en su casa.

Y dejándolos, se fue.

—Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos.

—Esto dice porque no trajimos pan.

—¿Por qué discutís entre vosotros, hombres de poca fe, que no tenéis pan?

—Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas.

—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

—Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.

—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.

—Señor, ten compasión de ti mismo. ¡En ninguna manera esto te acontezca!

—¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.

—Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame,

—¿Por qué, pues, dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero?

—A la verdad, Elías viene primero y restaurará todas las cosas.

—¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo acá.

—¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?

—Por vuestra poca fe. De cierto os digo que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: “Pásate de aquí allá”, y se pasará; y nada os será imposible.

Ellos se entristecieron mucho.

—¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?

—Sí.

Al entrar él en casa, Jesús le habló primero, diciendo:

—¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos o de los extraños?

—De los extraños.

Jesús le dijo:

—Luego los hijos están exentos.

—¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?

—De cierto os digo que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

—Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?

—No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.

—¿Está permitido al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?

—¿No habéis leído que el que los hizo al principio, “hombre y mujer los hizo”,

—¿Por qué, pues, mandó Moisés darle carta de divorcio y repudiarla?

—Por la dureza de vuestro corazón, Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así.

—Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse.

—No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado.

—Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?

—¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno: Dios. Pero si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.

—¿Cuáles?

Y Jesús le contestó:

—No matarás. No adulterarás. No hurtarás. No dirás falso testimonio.

—Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?

—Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.

—De cierto os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos.

—¿Quién, pues, podrá ser salvo?

—Para los hombres esto es imposible, pero para Dios todo es posible.

—Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?

—¿Qué quieres?

Ella le dijo:

—Ordena que en tu Reino estos dos hijos míos se sienten el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.

—No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?

Ellos le respondieron:

—Podemos.

—A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre.

—Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad.

—¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros!

—¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros!

—¿Qué queréis que os haga?

—Señor, que sean abiertos nuestros ojos.

—¿Veis todo esto? De cierto os digo que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada.

—Dinos, ¿cuándo serán estas cosas y qué señal habrá de tu venida y del fin del siglo?

—Mirad que nadie os engañe,

—¿Para qué este desperdicio?,

—¿Por qué molestáis a esta mujer? Lo que ha hecho conmigo es una buena obra,

Ellos le asignaron treinta piezas de plata.

—¿Dónde quieres que preparemos para que comas la Pascua?

—Id a la ciudad, a cierto hombre, y decidle: “El Maestro dice: ‘Mi tiempo está cerca; en tu casa celebraré la Pascua con mis discípulos.’”

—De cierto os digo que uno de vosotros me va a entregar.

—¿Soy yo, Señor?

—El que mete la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar.

—¿Soy yo, Maestro?

Le dijo:

—Tú lo has dicho.

—Tomad, comed; esto es mi cuerpo.

—Bebed de ella todos,

—Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche, pues escrito está: “Heriré al pastor y las ovejas del rebaño serán dispersadas.”

—Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.

—De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.

—Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.

Y todos los discípulos dijeron lo mismo.

—Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro.

—Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo.

—¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?

—¡Dormid ya y descansad! Ha llegado la hora, y el Hijo del hombre es entregado en manos de pecadores.

—¡Salve, Maestro!

Y lo besó.

—Amigo, ¿a qué vienes?

Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y lo prendieron.

—Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada, a espada perecerán.

—¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día me sentaba con vosotros enseñando en el Templo, y no me prendisteis.

Entonces todos los discípulos, dejándolo, huyeron.

—Éste dijo: “Puedo derribar el Templo de Dios y en tres días reedificarlo.”

—¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti?

—Te conjuro por el Dios viviente que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios.

—Tú lo has dicho. Y además os digo que desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo.

—¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Ahora mismo habéis oído su blasfemia.

Y respondiendo ellos, dijeron:

—¡Es reo de muerte!

—Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó.

—Tú también estabas con Jesús, el galileo.

—No sé lo que dices.

—También éste estaba con Jesús, el nazareno.

—¡No conozco al hombre!

—Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre.

—¡No conozco al hombre!

Y en seguida cantó el gallo.

—Yo he pecado entregando sangre inocente.

Pero ellos dijeron:

—¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!

—No está permitido echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre.

—¿Eres tú el Rey de los judíos?

Jesús le dijo:

—Tú lo dices.

—¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti?

—¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo?

—No tengas nada que ver con ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por causa de él.

—¿A cuál de los dos queréis que os suelte?

Y ellos dijeron:

—A Barrabás.

—¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?

Todos le dijeron:

—¡Sea crucificado!

—Pues ¿qué mal ha hecho?

Pero ellos gritaban aún más, diciendo:

—¡Sea crucificado!

—Inocente soy yo de la sangre de este justo. Allá vosotros.

—Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos.

—¡Salve, rey de los judíos!

—A Elías llama éste.

—Deja, veamos si viene Elías a librarlo.

—Señor, nos acordamos que aquel mentiroso, estando en vida, dijo: “Después de tres días resucitaré.”

—Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis.